Madrid. Principios de marzo. El frío de febrero llegó a su fin y el tiempo «es de locos», dicen. Hace un calor sofocante que hace olvidar el invierno. Una manifestación del «mundo rural» corta, como el frío ausente, las venas de la Castellana. El «mundo rural» —así se erigen, representantes, en su totalidad, de lo silvestre— hoy visita la gran la urbe para reivindicarse. Bienvenidos. Hace tiempo que Bruno, mi perro de acogida y yo, estamos por aquí, por las calles de Madrid. Pero hoy, en vez de ir a esa manifestación, supuestamente muy de pueblo, como somos nosotros, nos apoltronamos en el sofá dispuestos a ver el documental Yo Galgo. Bruno es muy rural (me lo traje desde Extremadura —donde lo desecharon— a la capital). Bruno, para más INRI, es mestizo. Un chucho del mundo rural. No tiene raza “pero tiene mucho de podenco”, dicen unos. «Tiene instinto», dicen otros, cuando persigue a las cotorras invasoras del Retiro. “Corre como un galgo” o “tiene cara de listo, como de labrador”. “Yo Chucho”, pensará él, mientras mira a ese corro de humanos urbanitas empeñado en sacar razas puras de una mezcla.
En el mes de febrero, la raza importa menos que nunca. O quizá es al revés… da igual, en realidad, la época. Da igual, en realidad, si es rural o urbanita. Eso nos da igual, a Bruno y a mí. Yo Galgo nos lo demuestra. ¿Son galgos o podencos? se fabulaba Tomás de Iriarte con voz de conejo acongojado. Tal vez si hubiera visto a los perros de caza colgados como extraños frutos bajo los árboles sureños, habría cambiado la moraleja del cuento.
Febrero es conocido como el “mes del galgo”. El fin de la temporada de caza viene cargado de imágenes muy duras, y nuestras redes sociales, urbanitas donde las haya, se llenan de galgos abandonados en busca de adopción mientras el mundo rural vuelve a estar en el punto de mira. Los que no nos consideramos ni de una raza ni de otra, los que nos consideramos mestizos y rurales, de pueblo de nacimiento y ciudad adoptiva (y que para más INRI hemos estudiado Ciencias de la Información) atendemos al debate intentando alejarnos de polémicas y posturas radicales… pero es complicado. Es complicado no dejarse llevar por la rabia en el mes de febrero, donde se vacían los cotos y se llenan los cheniles de galgos malheridos (los que llegan). Duele, también, sentirse fuera del mundo rural simplemente porque galgueros y cazadores de otra índole han decidido que no eres.
Hablo sobre el documental con Ana, voluntaria de la asociación que rescató a Bruno en su día y que en estos últimos ha recogido ya demasiados galgos en condiciones demasiado jodidas. “Tienes que ver Yo galgo, es muy bueno” le digo, y acto seguido, caigo en la perogrullada: “bueno… no vas a ver nada que no hayas visto ya”. Ella me responde escuetamente y de forma bastante rural: “ostia, claro que no es nada que yo no haya visto, pero es que hay que verlo, todo el mundo debería verlo”.
Yo Galgo se puede ver online en este enlace
Porque Yo galgo muestra una realidad profunda, aunque nos ahorra esas imágenes gore que ya está twitter para enseñar. Aquí no es necesario. Lo que se intuye es más jodido. Basta ver cómo los testimonios de ellas, las contrarias, las que rescatan, son, casi todos, anónimos, a contraluz, a escondidas. Las represalias, las amenazas, la violencia… forman parte del día a día de estas personas en un mundo rural que (cualquiera que haya estado allí lo sabe) tiene sus propias leyes.
Es una realidad profunda porque es parte de nuestra España más oscura, esa que se empeña en no levantar cabeza. Es lo que debió pensar Yeray López, al volver de Copenhague y darse de bruces con una sociedad que parece haberse estancado en un barbecho que ya va para largo.
Yo Galgo es un visionado necesario, que revela ese negativo, y que proyecta una causa que debía —debe— ser contada. El documental no muestra de manera explícita las escenas más violentas -que las hay-, sino que deja entrever un escenario que a muchos les interesa mantener en un segundo plano.
Yo Galgo no es ficción. Aunque tiene un terrorífico argumento que da para una saga bastante peor que la de Crepúsculo. Es inevitable pensar que, después de Yo Galgo, hay material de sobra para un Yo Podenco, Yo Mastín, Yo Pitbull… Todos ellos, carne de documental y de cañón.
El documental se acaba (ojo al galguero que, en una escena “sorpresa” post créditos, suelta una gran frase que, aunque nos suene irónica y ridículamente cómica, nos va a dar que pensar). Bruno, el chucho, el mestizo mezcla de podenco con nosequé que hemos rescatado del «mundo rural», se revuelve en el sofá. “Qué fuerte”, comento con un amigo por teléfono, “Bruno ha estado todo el tiempo sin quitar ojo de la pantalla, atento a todo lo que salía, incluso a ratos gimoteaba como con pena”.
“Menuda chorrada”, me suelta, “como si los perros supieran”. Y como el tono me suena demasiado a galguero, le cuelgo.
Apago la tele con ganas de que se acabe el día. Febrero ha llegado a su fin, pero mucho me temo que Yo Galgo tendrá segunda temporada el año que viene.