Su nariz respingona se aplastaba con fuerza contra el escaparate, mientras el vaho que exhalaba a causa del frío empañaba el cristal. Lo limpió con el dorso de su manita enguantada para volver a disfrutar del espectáculo con claridad.
Aquellas cabriolas y movimientos torpes —y sobre todo, aquella mirada— la tenían completamente ensimismada. No era capaz de escucharlo por culpa del tabique transparente que les separaba, pero estaba convencida de que estaba ladrando con muchas ganas. Ella, sin embargo, estaba sin habla, muda de la emoción.
Era la mañana del 22 de diciembre. Había esperado hasta el último momento, ya que Papá Noel solo podría traerle UN regalo. Así que se lo había pensado mucho.
Una decisión importante. Un solo regalo. Tenía que estar realmente segura de su decisión. Pero todas sus dudas se iban disipando al compás del movimiento oscilante de la cola de “Bruno”. Sin darse cuenta, lo había nombrado en alto.
“¿Bruno? ¿Así que ya le has puesto nombre? ¡Si ni siquiera has entrado a verlo!” El timbre de voz de su madre sonaba exageradamente exaltado en comparación con su introspectivo mutismo.
“¿Entonces, ese es el que te gusta? ¿Estás segura, Elsa?” Su padre intentaba fingir el mismo entusiasmo materno, mientras hacía números mentales leyendo el cartel. Oferta de Navidad: cachorro de Border Collie por solo 200 €.
“Venga, vamos a entrar, que Santa Claus este año ha cobrado la extra”. La voz animosa de su madre no conseguía despegarla del escaparate. Había establecido un contacto visual con Bruno que, por algún motivo, no quería cortar.
“En Milanuncios lo habríamos conseguido por 100”, escuchó mascullar a su padre cuando los brazos del tendero aparecieron en escena y sacaron a Bruno del cubículo. Como un titiritero que decide que el espectáculo ha terminado y tira bruscamente de las cuerdas del monigote, rompiendo la magia. Dentro de la tienda, un niño cogía a Bruno en brazos. Más o menos de su misma edad, pero claramente más espabilado. Ella permaneció inmóvil. Asistió desde fuera al paso de la tarjeta de crédito por el datáfono que luego escupió, a trompicones, un recibo. Les siguió con la mirada mientras salían de la tienda y subían a un coche nuevo y reluciente.
“¡Voy a llamarlo Manchitas!” anunciaba el niño entusiasmado, mientras ella pensaba “le abraza demasiado fuerte”.
Elsa no pronunció palabra durante el trayecto entre el centro comercial y su casa, bajo la actitud condescendiente de sus padres.
“Podemos ir a otra tienda”. “Si lo encargamos ahora en Milanuncios a lo mejor llega para Reyes”… Intentaban animarla, pero estaba demasiado ocupada pensando en si a Bruno le gustaría su nuevo nombre, mientras dejaban atrás el monstruoso árbol eléctrico que iluminaba el centro comercial.
En la tarde del 22 de enero ya habían retirado las luces de Navidad, y la lluvia caía con fuerza en la calle. Su nariz respingona se aplastaba contra la ventana del coche, mientras asistía a un vertiginoso slalom de gotas de agua detrás del cristal. La ciudad se emborronaba al otro lado, fría y oscura. La luz roja sorprendió al vehículo, que se detuvo en seco pese al mojado pavimento.
“Vaya tarde de perros”. Su padre llevaba quejándose del tiempo desde que la había llevado al colegio por la mañana.
“¿No será que el que está de un humor de perros eres tú?”. Su madre siempre intentando calmar la tormenta, aunque tuvieran una “ciclogénesis explosiva” encima del capó. Acababa de escuchar esas dos palabras en la radio del coche, pero su cabeza estaba ahora ocupada en pensar por qué una tarde y un humor de perros significaban algo desagradable.
Y de pronto, mientras el sonido del limpiaparabrisas le ayudaba a evadirse de las quejas de sus padres y de la información del tiempo anunciando más lluvias y más fríos, lo vio. A través del cristal empañado. En el callejón. Bajo la lluvia y el frío.
La ciclogénesis explosiva en la que estallaron sus padres al ver que abría primero la puerta del coche y después su paraguas rojo para correr hacia el callejón, no consiguió detenerla.
Estaba quieto, pero tembloroso. No hubo cabriolas. Ni oscilantes movimientos de cola. Pero sí el mismo contacto visual instantáneo. Y entre charcos y desperdicios, un juguete de goma apenas usado y un collar con una plaquita aún brillante: “Manchitas”.
Los cláxones competían en impaciencia con los gritos progenitores: “¡Elsa, el semáforo está en verde, vuelve al coche, vamos a casa!”.
“Vamos a casa, Bruno”, le dijo.
«Bruno, un cuento de post Navidad» es un relato ilustrado por Laura Brenlla y escrito por Jorge de Juan.